Recuerdo una entrevista de trabajo que tuve hace algunos años. Como tantos asalariados, fui sentado en el banquillo de los acusados, sometido a juicio y puesto bajo el escrutinio de un reclutador cuyo nombre apenas recuerdo. Eso no me molestó demasiado, ya que para ser parte de la cultura laboral de nuestro tiempo es menester atravesar por este rito de paso, a fin de ser hallado digno de representar el nombre de algún patrón o compañía y, así, formar parte de las filas de la población económicamente activa.
Imagino que todas, o la mayoría de las personas, se sienten identificadas con estos procesos. El nerviosismo (acaso el afán), la expectativa, los sentimientos detrás del penoso hecho de ser visto y tratado como una herramienta desechable; amén de las pruebas que es necesario llevar acabo. Personalmente desconozco el propósito por el cual muchas de éstas se realizan y la manera cómo determinan la idoneidad de los candidatos, sin embargo, asumo que nuestros amigos de RH, reclutamiento, o cual sea la división que lidie con estos procesos, podrían ilustrarnos al respecto.
Como sea, ahí estaba yo, a la expectativa, sentado frente a mi escrutador en una pequeña sala de juntas mientras éste realizaba notas ilegibles sobre mi currículo cuando, sin mayor preámbulo, desenfundó una de sus sagaces y sutiles pruebas, apuntó y disparó: ¿Cuál es tu mayor logro?
Ahora imaginen mi sorpresa al escuchar tan descarada y fútil pregunta. ¿Qué intentaba medir? Lo ignoro. Pero es imposible pasar por alto la cosmovisión que permea a la misma. Es decir, el trasfondo típicamente humanista que goza de tributar al hombre, en cuanto raza o individuo, todo mérito, triunfo o habilidad.
¿Alguna vez ha considerado el continuo bombardeo de esta forma de ver y entender el mundo? Considérelo un instante. Nuestros gobiernos, los planes de estudio de nuestras instituciones educativas, la vida comunal y familiar, nuestra cultura laboral…
Al ver el mundo a mi alrededor no resulta difícil persuadirme de que este culto al hombre (o a la humanidad), tan inevitablemente enraizado en el corazón de nuestra sociedad es, si no la causa primera, sí una razón de peso para que nuestra propaganda, redes sociales, entretenimiento, filosofía, ciencia, y demás expresiones humanas tradicionalmente englobadas bajo el término cultura, gocen de un antropocentrismo sin igual.
Pero como está lejos el polo norte del sur, así está la cosmovisión humanista de la doctrina cristiana, que exhorta al hombre a arrepentirse de sus pecados, a negarse a si mismo, a pensar de sí mismo con cordura; a ver y escrudiñar todo a la luz de la revelación divina, y amar a Dios por sobre todas las cosas, incluso su propia vida.
Dos continentes espirituales a los cuales sólo es posible navegar providencialmente con el viento de la fe o la incredulidad; dos naciones gobernadas por leyes distintas, una que dice: “Todo lo puedes, mientras te lo propongas. He aquí tus logros”. La otra que dice: “Todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice… Mi socorro viene de Jehová, Que hizo los cielos y la tierra”. “No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”.